Cuando somos pequeños, en muchas ocasiones, hemos aprendido a esconder nuestras travesuras para que no nos castiguen, o para que nuestros padres nos acepten. 
En algunas ocasiones, quizá no nos ha quedado muy claro qué era lo que estaba mal exactamente, o bien si era un mal día o mala época de nuestro padre o de nuestra madre.
No obstante, si no hay mucha claridad, nosotros hacemos nuestras conjeturas o nuestras asociaciones. Y con todo esto empezamos a construir una coraza de protección, que puede ser sana y ajustada a un aprendizaje y unas reglas coherentes o bien, si la cosa no está muy clara, necesitaremos tener esa coraza más rígida por si acaso ante la desorientación.

Sobre todo en este último caso, en el que no hay unos límites claros y no hemos podido aprender claramente qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, entonces lo más probable es que de adultos continuemos teniendo una coraza demasiado rígida, que en su momento pudo tener una función de supervivencia, pero que ahora nos quita energía y no nos deja vivir con libertad tal y como queremos. 
Es como si en el fondo de nuestros sentimientos aún funcionáramos con las conclusiones que sacamos de niños, si digo la verdad me castigarán, entonces mejor no ser sincero. O bien, si miento me creerán por encima de todo y conseguiré lo que quiero, así es que consigo más mintiendo. Esto último ocurre mucho hoy en día, pues con el efecto péndulo que suele tener el aprendizaje, muchos padres han pasado de no querer que nuestros hijos sufran el autoritarismo de antiguamente, o quizá el que ellos mismos sufrieron, a dejar hacer y no poner límites en muchas cosas, creyendo que lo van a aprender de forma natural, ateniéndose a la máxima «la naturaleza es sabia». El resultado son niños, adolescentes y ya adultos que no tienen tolerancia a la frustración y que son demasiado intransigentes y tiranos.
Pero volviendo a la coraza que en definitiva se va construyendo ya sea de una manera o de otra, la cuestión es que terminamos no siendo sinceros respecto a nuestros sentimientos más profundos y vulnerables, lo que de verdad nos duele y lo que sentimos por los demás. Así creemos que nos defendemos, que cuanto menos sepan los demás sobre nuestra vida interior y sentimientos estaremos más protegidos.

Lógicamente tampoco se trata de publicar nuestra vida, nos expondríamos a tener que justificar muchas cosas que quizá no tengamos colocadas y nos haga sufrir. Ya sabemos que los extremos no nos llevan a nada bueno.

Sin embargo, la sinceridad dentro de un contexto adecuado es lo que precisamente nos une a los demás y nos hace más auténticos. No une porque nos damos a conocer tal cual somos y los demás saben a qué atenerse tanto para bien como para mal.

Y puesto que no podemos evitar lo que hacen los demás o no, al menos cada uno de nosotros nos podemos dar la oportunidad de ser nosotros mismos, de vivir y ser de una forma auténtica. También nos une porque crea lazos afectivos auténticos. Con nuestra sinceridad estamos invitando a la otra persona también a descubrirse y a hablar desde su interior.

Cuando es la otra persona la que nos está invitando siendo sincera, o simplemente estamos observando a otras personas hablar así, solemos sentir una especie de alivio, de sentimiento de identificación con el otro y nos resulta algo terapéutico. 

Por tanto ¿qué puede haber más importante que dedicarnos un tiempo al autoconocimiento, con el que descubrir cuáles son nuestras corazas y qué es lo que hay en nuestro interior?, esto es lo que nos dará la felicidad tan buscada por todos.

¿Quieres recibir mis nuevos posts en tu e-mail?

Estarás al tanto de todos los artículos nuevos que vaya publicando. Si no te gusta la idea, cierra esta ventana y sigue navegando :-)

Gracias por suscribirte :-)