Hay una parte de nosotros que no podemos ver, que es desconocida y que está en el inconsciente. Aquí guardamos características nuestras que no nos gusta tener o que no nos creemos dignos de tener. 
Lo que somos tiene mucho que ver con lo que hemos aprendido y con nuestros padres. Podríamos recordar alguna característica de nuestros padres que no nos gustaba, por ejemplo, mostrando enfado, quizá de forma agresiva.
Cuando esto ocurre y estamos sufriendo en esa situación es muy frecuente asociar al enfado su manifestación negativa o destructiva, es decir, que a partir de ahí en nuestra mente, cuando pensamos en enfado, directamente nos imaginamos esa forma de expresarlo y ya no nos acordamos de su forma más sana de expresión, poniendo límites sanos, teniendo firmeza y permitiéndose decir y hacer lo que realmente se quiere.
Como no nos gusta eso en nuestros padres solemos tomar la decisión de que no queremos ser eso, así la conclusión en este caso suele ser «yo no quiero tener enfado» o «no quiero ser así», por tanto «yo no soy una persona que me enfade» o «yo no tengo enfado». 
Este es el momento en el que el enfado asociado a su manifestación destructiva lo metemos en el sótano psicológico, en nuestra sombra, y lo peor es que ahí metemos todo lo que es el enfado, sin distinguir si su expresión es sana o no, por tanto, escondemos en la sombra todo lo que nos suene a enfado.
Con nuestro enfado metido en la sombra creemos que desaparece o que ya nos olvidamos de él, sin embargo, no es así, se manifiesta lo queramos o no de formas encubiertas, cuando el enfado sale desde la sombra lo hace de formas negativas y destructivas, no lo manejamos nosotros sino que nos maneja a nosotros. Así hemos conseguido provocar justo lo contrario de lo que queríamos. Probablemente es lo mismo que les ocurrió a nuestros padres, queriendo hacer las cosas bien podían estar aguantando una situación o guardando el enfado y así se acumulaba, y un buen día salía en forma de explosión.
Así de generación en generación el enfado ha ido adquiriendo una muy mala prensa y seguimos creyendo que el mejor camino es creer que uno no tiene enfado y que no le hace falta enfadarse nunca, lo único que se consigue de esta manera es anular una valiosa parte de nosotros, esa que nos da fuerza y energía para abrirnos camino en la vida y permitirnos ser lo que ya somos.
Cuando de verdad aceptamos nuestro enfado ya no le hace falta manifestarse de forma encubierta, negativa y agresiva sino que lo controlamos nosotros y le dejamos hacer libremente su trabajo. 
Vamos a escuchar lo que tendría que decir el enfado en primera persona, distinguiendo cómo se manifiesta cuando es aceptado y cuando no es aceptado:
El enfado no integrado: aparezco de una forma desmesurada, cuando no hay motivos suficientes e incluso con quien no tiene nada que ver con mi origen real. Después de salir de esta manera, muchas veces, llamo al sentimiento de culpabilidad, así soy capaz de estar más tiempo presente y que me vean de alguna manera. Si no me dejan salir del sótano psicológico, si no me aceptan, soy quien me vuelvo en contra de mi dueño y me manifiesto en forma de depresión.
El enfado integrado: soy pura energía de creación con dirección hacia lo que realmente quiere hacer mi dueño en la vida, soy vitalidad y potencia. Pongo los límites necesarios para la protección de mi dueño, rechazo cosas que no son buenas para él y acepto las que sí son buenas, selecciono cosas o situaciones, escojo palabras adecuadas y acciones adecuadas para proteger a mi dueño. Soy quien discrimina lo que quiere hacer en cada momento desde las motivaciones más elevadas y sin hacer daño a nadie, pues las motivaciones más elevadas son las que incluyen a la humanidad entera. Soy justo y ecuánime.
 

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