Justo en el momento en el que salen los créditos de la película Shine comienza una música celestial que no deja impasible a nadie:

Nulla in mundo pax sincera de Vivaldi

Los créditos del final de una película siempre me parecieron imprescindibles para degustar las emociones activadas que, en este caso, transcurrían con un tormento especial en el que la exigencia aprendida de un pianista hace que se pierda en las profundidades del vuelo del moscardón de Nicolai Rimsky-Korsakov sufriendo un quebranto psicótico producto de los malos tratos de su padre.     


En ese juego de realidades subjetivas, de frustraciones pasadas de generación en generación, de dolor y sufrimiento no digerido, se encuentran todas las relaciones familiares, en las que, unas con más éxito, han sabido enseñar la libertad de acción y la responsabilidad más sana y profunda y, otras con menos éxito, sólo han podido transmitir lo que vagamente les habían enseñado.

Aquello que más se odia de alguno de los progenitores es lo que con más fuerza tratamos de rechazar en nosotros, entonces algunas características, en principio en grado moderado y con funciones sanas, quedan desterradas en nuestra sombra, desde ahí actúan de forma continua, intensa y destructiva, finalmente consiguiendo que esas características se expresen de la misma forma desmesurada que odiábamos en ese progenitor, repitiendo así los mismos patrones sin saberlo, haciendo que tenga lugar lo último que quisiéramos en nuestra vida.

Hijos que toman el rol de padres o madres ante la falta de dirección y la desorientación en la que se ahogan las neurosis de los progenitores, hijos sobreprotegidos que nunca experimentaron el aprendizaje por sí mismos porque todo les ha sido dado y facilitado, transmitiendo amor pero muy neurótico, porque no se ha experimentado otra forma de querer o bien porque se trata de hacer justo todo lo contrario de lo que uno ha vivido con sus propios padres, pero instaurándose en el otro punto extremo, que es igualmente neurótico.

Padres que son como hijos de sus hijos, hermanos que hacen de padres, donde nadie está en el sitio que le corresponde y donde sólo puede reinar la frustración y el sufrimiento de espacios que se confunden y de cargas ajenas que se siguen transportando en la espalda.

Y todo con la mayor de las justificaciones, que es ayudar al otro porque se le quiere, pero sin saber que no hay ayuda que se pueda prestar si uno no ocupa primero su lugar en el sistema familiar, creyendo que desde su lugar no se tendrá la suficiente fuerza.

Este sistema se mantiene gracias a que cada uno de sus miembros ocupa el lugar que no le corresponde, en un juego de chantajes emocionales y culpabilidades activadas, como si entre todos sostuvieran las patas de una mesa, cada uno sostiene una pero que no es la suya. En el momento en el que tan sólo uno de los miembros hace un movimiento en dirección al lugar que le corresponde, inevitablemente obliga a los demás a moverse.

Puede resultar algo muy incómodo para los que no querían moverse y se ven obligados, razón por la que suelen cruzarse reproches, enfados y falta de comprensión ante un cambio que interpretan a peor, porque en realidad es a ellos a los que se les deja en un lugar menos cómodo, donde quizá les espere una mayor responsabilidad, pero tan sólo la que les corresponde, y también un sitio más humilde.

Liberada la espalda de esa carga es más fácil encontrar el propio  lugar en el mundo y la vocación que más nos inspire para sentirnos realizados.

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