Senda ese día estaba muy confusa, parecía tener lo que creía que hacía falta para ser feliz, pero no lo era.

Nunca pensaba en la felicidad como en una vida perfecta, sabía que problemas siempre existirían, pero había tenido etapas en su vida en las que, a pesar de los problemas, se encontraba bien y lo añoraba.
Quería hacer algo para cambiar, sabía que lo que le pasaba, algo tenía que ver con las piezas de su interior, así como un puzle. En estapas de confusión, de crisis, es como si tomara conciencia de que había piezas descolocadas y no sabía dónde iban. En realidad, ya sabía que estaban descolocadas pero, en esos momentos, es como si no pudiera mirar a otra parte, como de costumbre.

La tristeza se apoderó de ella y recordó que a lo largo de su vida  le habían dado muy poco cariño, quizá por eso ella se tenía tan abandonada. Nadie le había enseñado a quererse porque a su alrededor nadie se quería.

Mientras su mirada se posaba en una hoja seca, al otro lado de la ventana de su habitación, fueron viniendo imágenes de personas que habían sido especiales para ella, aunque no lo supieran.

En el instituto había una profesora muy preocupada porque los alumnos supieran apreciar el valor de la literatura, era su forma de dar cariño. Vidas enteras en esos libros, algunas muy desgraciadas o sufridas. Autores que precisamente escribían para plasmar el poco cariño recibido, para tener la conexión, al otro lado, con el lector. En la escritura encontraban la reconciliación con su alma, dándole así la libertad para siempre.
 

Había un profesor en la facultad de una simpatía entrañable, siempre preocupado por el bienestar de los demás, sin que supiera nada de tu vida ya podías sentir su comprensión.

Senda decidió salir a dar un paseo, siempre caminando reflexionaba mejor, colocaba sus ideas. Pudo sentir el chasquido de las hojas secas nada más atravesar el portal, dentro una cierta preocupación porque su puzle crujiera, ahora que intentaba recomponerlo.

Siguió repasando personas que le habían aportado cariño de alguna forma, al final no le parecieron tan pocas, y en ese momento valoraba más que nunca lo que le aportaron. Todas esas personas le habían ayudado a incluir monedas de amor en su hucha que no era la clásica de cerdito, sí, era un preso de la cárcel, sí era un preso, incluso tenía una bola anclada a su pie.

Cada persona le había dado lo que tenía y ella pensando que su hucha estaba vacía.

Avanzaba por aquel parque pero ya no le importó el chasquido de las hojas, sabía que su hucha era mucho más fuerte de lo que pensaba. Comenzó a liberar monedas y monedas en su interior, en realidad eran muchas las personas que le habían enseñado a quererse. Sin embargo, ella siguió sintiendo la añoranza del amor de sus padres. Se paró en seco ante aquel árbol majestuoso y pensó: «vaya pero si ellos me regalaron la hucha. Yo sólo tenía que liberar las monedas de aquella cárcel».

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